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EL SANTO DE HOY: EL MARTIRIO DE LAS CARMELITAS DE COMPIÈGNE AcaPrensa / InfoVaticana

El 17 de julio de 1794, en plena Revolución Francesa, dieciséis carmelitas descalzas fueron guillotinadas en París. Su único crimen: perseverar en la fe católica y vivir como religiosas. Su martirio selló con sangre la fidelidad de unas mujeres que eligieron morir antes que renunciar a su vocación.

 

Consagradas para el sacrificio

 

La comunidad del Carmelo de Compiègne fue fundada en 1641, en el norte de Francia, por religiosas llegadas desde Amiens, dentro del espíritu reformador iniciado por Santa Teresa de Jesús y llevado a Francia por la beata Ana de San Bartolomé. Durante siglo y medio vivieron en clausura, oración y penitencia.

 

Pero en 1789 estalló la Revolución, y en 1790 se promulgó la Constitución Civil del Clero. A los religiosos se les exigía juramento al Estado, sus bienes serían confiscados, y sus conventos suprimidos. Las carmelitas resistieron. En 1792, ante el aumento de la persecución, su priora, la beata Teresa de San Agustín, propuso ofrecerse al Señor en holocausto, para que la paz volviera a Francia y a la Iglesia. Las dieciséis monjas, incluida una novicia y dos ancianas que al principio temían el martirio, firmaron esta consagración voluntaria.

 

Perseguidas y arrestadas

 

Después de abandonar el convento, vivieron dispersas en cuatro casas, pero manteniendo la oración y la vida en común, adaptada a las circunstancias. Esta fidelidad fue denunciada por los jacobinos locales como actividad contrarrevolucionaria.

 

El 22 de junio de 1794 fueron arrestadas y encerradas en el antiguo convento de la Visitación, transformado en prisión. Allí retomaron su vida de comunidad. En la cárcel se levantaban a las dos de la madrugada para rezar el Oficio, sin dejarse perturbar por las amenazas.

 

Camino al calvario

 

El 12 de julio fueron trasladadas a la prisión de la Conciergerie en París, abarrotada de sacerdotes y cristianos. El 16 de julio, fiesta de Nuestra Señora del Carmen, celebraron a su Madre con entusiasmo. Esa misma tarde fueron informadas de que comparecerían al día siguiente ante el Tribunal Revolucionario.

 

El juicio fue un simulacro: sin testigos ni defensa, fueron acusadas de formar «conciliábulos contrarrevolucionarios» y de sostener «prácticas supersticiosas». Cuando sor Enriqueta de la Providencia preguntó al fiscal qué significaba “fanática”, este respondió: “Su apego a esas creencias pueriles, sus tontas prácticas de religión”.

 

La sangre de los mártires

 

Pocas horas después eran conducidas a la plaza del Trono Derrocado (actual plaza de la Nación), en carretas públicas. En el camino cantaron el Miserere, el Salve Regina y el Te Deum.

 

En la guillotina, una a una, renovaron sus votos religiosos, recibieron la bendición de la priora y subieron cantando. La joven novicia, sor Constanza, pidió permiso para morir y cantó el Laudate Dominum mientras ascendía los peldaños del patíbulo. La madre priora fue la última en ofrecerse, tras ver morir a todas sus hijas espirituales.

 

Era el 17 de julio de 1794. El silencio dominó la escena. Sus cuerpos fueron arrojados a una fosa común en el cementerio de Picpus, junto con los restos de otras 1.298 víctimas del Terror. Sobre la tumba colectiva reposa una losa con una inscripción en latín: Beati qui in Domino moriuntur — Felices los que mueren en el Señor.

 

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