Durante una de las Congregaciones Generales celebradas la semana pasada en el nuevo Aula del Sínodo, un cardenal octogenario pronunció un discurso al mismo tiempo sobrio y valiente, ofreciendo a la Iglesia una exhortación profética a la verdad, a la transparencia y a la fidelidad a la misión original del Sucesor de Pedro. Esta intervención abordó temas muy delicados: la unidad de la Iglesia, las responsabilidades del Papa, la colegialidad episcopal, la persecución de los fieles en China y las ambigüedades de la diplomacia vaticana.
La unidad de la Iglesia
El cardenal comenzó con una afirmación fuerte: la unidad de la Iglesia no se basa únicamente en la autoridad del Papa, sino en su fidelidad a la verdad y a la misión recibida de Cristo. Reiteró que la autoridad papal no es arbitraria, sino que está sujeta a la Tradición y al Evangelio. Advirtió que la unidad construida sobre el poder personal corre el riesgo de convertirse en una forma de autoritarismo si no se funda en la comunión eclesial.
El peligro del centralismo excesivo
El cardenal denunció una tendencia creciente a la concentración del poder en manos del Papa y de la Curia, en contraste con la visión del Concilio Vaticano II que quería valorizar el papel del colegio episcopal. El cardenal subrayó que los obispos, como sucesores de los Apóstoles, no son meros funcionarios del Papa, sino que tienen una responsabilidad real en la guía de la Iglesia.
Colegio Cardenalicio: Un Cuerpo Decorativo
Uno de los pasajes más incisivos del discurso fue cuando el cardenal habló del Colegio cardenalicio, que en estos doce años se ha reducido a un “coro de aprobación” sin ninguna posibilidad real de debate o consulta. Recordó que los cardenales no son meros consejeros, sino electores del Papa y garantes de la unidad de la Iglesia universal. Ignorar su papel significa vaciar de significado las instituciones eclesiásticas.
La insuficiencia de las reformas estructurales
El prelado puso en guardia contra un entusiasmo estéril por las reformas estructurales de la Curia, argumentando que dichas reformas corren el riesgo de ser superficiales si no van acompañadas de una verdadera conversión espiritual. Insistió en que lo que necesita la Iglesia no es una reorganización administrativa, sino una reforma interior, que comienza con la oración, la escucha de la Palabra y la fidelidad a la doctrina.
El drama de la Iglesia en China
La parte más conmovedora del discurso fue la denuncia de la situación de la Iglesia católica en China. El cardenal habló abiertamente de la traición sufrida por los creyentes chinos fieles al Papa, abandonados en favor de acuerdos diplomáticos con el régimen comunista. Expresó su pesar por el silencio de la Santa Sede ante la persecución de obispos, sacerdotes y laicos que se niegan a someterse a la Asociación Patriótica controlada por el Partido. Dijo que el llamado “diálogo” en realidad significaba la venta de la conciencia católica.
El deber de la verdad y la tentación de la ambigüedad
El obispo emérito invitó a sus hermanos cardenales a no ceder a la tentación del silencio, de la diplomacia complaciente o de la ambigüedad doctrinal. Denunció una Iglesia que busca agradar al mundo, que adapta el Evangelio a los gustos modernos, que permanece en silencio para no molestar. Recordó que la caridad sin verdad se convierte en complicidad y que el Evangelio no se puede vender al consenso.
El deseo para el próximo Papa
Por último, el cardenal hizo un fuerte llamamiento de cara al próximo cónclave: pidió que el nuevo Pontífice sea un hombre de fe, no de estrategia; un pastor, no un funcionario; Un defensor de los pequeños, no un cómplice de los poderosos. Debe ser, según Zen, «un hombre de Dios», capaz de «sufrir por la Iglesia», de «caminar con los santos», de «resistir a las modas» y de «morir en la verdad».
La voz de un profeta
El discurso, pronunciado al día siguiente de la fiesta de Santa Catalina de Siena, parecía ser una de las súplicas de la santa. En un momento en que la Iglesia conoce tensiones, ambigüedades y fuerzas contrapuestas, la intervención del cardenal ha vuelto a poner en el centro lo que importa: la fidelidad a Cristo, la verdad del Evangelio, la defensa de los perseguidos. En una sala donde se escucharon tantos elogios estériles de estos años pasados, ni siquiera compartidos por quienes los pronunciaron, las voces de algunos cardenales resonaron claras e incómodas. Quizás, por eso mismo, fue profético.
AcaPrensa / Silere non possum











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