Alguien habló de herejías de Francisco. Si no queremos utilizar el término herejía, podemos hablar de errores. Errores graves. Por supuesto, Francisco se ha desviado. Algunas veces.
Amoris laetitia ha introducido efectivamente el relativismo moral en el magisterio.
Presentándose como un documento de carácter pastoral más bien que doctrinal, parece querer tranquilizar. En realidad, está desviado porque separa la pastoral de la doctrina y, poniendo en primer plano la praxis, relativiza la idea de verdad.
Las normas divinas reducidas a “ideales” (a los que se puede aspirar, pero sin la pretensión de alcanzarlos) y el pecado transformado en simple inadecuación y fragilidad humana son otros factores que hacen de Amoris laetitia un documento destinado a minar la doctrina católica, sustituyéndola por el pragmatismo y el historicismo (de ahí la clara ruptura con la Veritatis splendor de san Juan Pablo II).
Conocemos bien el género. Se trata de Chenu, de Rahner, y Kasper no es otra cosa que la destilación de un pensamiento teológico inspirado en el historicismo, y sin que haya siquiera el esfuerzo de renovar un poco el lenguaje.
Es evidente la voluntad de reencontrarse con el pensamiento modernista, rompiendo bruscamente con las tesis del Papa polaco, reelaboradas y valorizadas por el primer presidente del Instituto para la familia, el profesor Carlo Caffarra, que luego sería uno de los cuatro cardenales que firmaron la famosas dubia (que nunca recibieron respuesta) sobre Amoris laetitia.
Así pues, Amoris laetitia no es nueva, sino vieja, más bien muy antigua. Y, sin embargo, es revolucionaria en el pleno sentido del término, porque con ella el magisterio abandona el camino ontológico y toma el camino del existencialismo.
¿Dios? Se revela en la vida de la gente. ¿La doctrina? Debe interpretarse en función de las situaciones dadas. ¿La ley? Debe modularse según la historia y los lugares, para que sea posible el pluralismo doctrinal y moral. ¿Principios morales? Ya no son válidas en términos absolutos, sino que pueden tener excepciones. ¿Discernimiento? No sirve para discernir la voluntad de Dios, sino para ayudar al hombre, inmerso en la historia, a adaptarse a los “ideales”.
Así, gracias a un lenguaje adecuado, todo puede convertirse en objeto de discernimiento en el sentido de que todo puede ser reversible, interpretable, ajustable. Lo absoluto y lo definitivo ya no existen. Si la verdad está en la historia, también la Palabra de Dios debe ser relativizada según las situaciones individuales, las biografías individuales. La práctica proporcionará la síntesis. Pero, al ser una práctica, será a su vez variable, modificable en función de los acontecimientos, de las sensibilidades, de los gustos.
AcaPrensa / Aldo Maria Valli











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