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LA HERENCIA DE SAN GREGORIO MAGNO QUE LA IGLESIA ESTÁ DEJANDO PERDER

 

Hoy celebramos a San Gregorio Magno (ca. 540 – 12 de marzo de 604), papa desde el año 590 hasta su muerte en 604. Su pontificado dejó huella en muchos ámbitos: fue pastor en tiempos difíciles, reformador de la Iglesia, impulsor de misiones y guía espiritual con sus escritos. Pero entre todo lo que hizo, quizá lo más decisivo para la vida de la Iglesia fue algo que hoy corre el riesgo de olvidarse: unificar y dar estabilidad al Canon Romano, la gran plegaria eucarística de la Misa.El Canon no nació con Gregorio. Sus raíces se remontan a los primeros años del cristianismo romano, de hecho sus partes esenciales pudieron llegar con San Pedro desde Jerusalem. Sin embargo, fue él quien lo fijó formalmente para toda la Iglesia latina, de modo que quedara como herencia común de sacerdotes y fieles, y así permaneció prácticamente inalterado hasta la introducción de nuevas plegarias eucarísticaa en 1969.

La oración que moldea la fe

En la liturgia, nada es accesorio. Cada palabra, cada silencio, cada invocación tiene sentido. Puede parecer secundario o superficial recordar a los primeros mártires de Roma o enlazar la Misa con las figuras del Antiguo Testamento como Abel, Abraham o Melquisedec. Pero al rezar esas palabras, la Iglesia confiesa su fe: que el sacrificio de Cristo está unido a toda la historia de la salvación y que nosotros celebramos en comunión con los santos de todos los tiempos.

 

Por eso se dice que la lex orandi es la lex credendi: creemos lo que oramos. Y eso vale no solo para los fieles, sino también —y especialmente— para los sacerdotes y obispos, cuya vida espiritual se forja en lo que rezan cada día en el altar.

 

El olvido del Canon

Lo preocupante es que hoy el Canon Romano, que permaneció vivo casi dos mil años, casi ha desaparecido de nuestras parroquias. Desde la reforma litúrgica del Misal Romano de 1969 tras el Concilio Vaticano II (1962–1965), la mayoría de los sacerdotes recurren a las plegarias eucarísticas II, III o IV, más breves o recientes, dejando en la práctica de lado la oración que sostuvo a la Iglesia durante siglos.

 

Y este olvido es transversal: no distingue entre progresistas y conservadores. Basta asistir a una misa solemne de un obispo considerado conservador para comprobar que tampoco allí se reza ya el Canon. Leon XIV apenas lo usa. El resultado no solo es la pérdida de continuidad con la tradición que nos unía en torno a una plegaria común sino además una fe herida.

 

El verdadero debate

Quizás este sea el debate que más nos debería ocupar. No solo el ruido que generan monjas descarriadas, curas desorientados o cardenales trepadores de poder. Todo eso importa, pero en el fondo son consecuencias de una pérdida más profunda: la pérdida de fe y de unidad, y esa unidad solo se construye en la oración. Si la Iglesia se dispersa en su modo de orar, también se dispersa en su modo de creer y de vivir.

 

Recuperar lo esencial

Las consecuencias de esta pérdida no son teóricas. En paralelo a este abandono, la Iglesia ha visto una sequía de vocaciones, un debilitamiento del sentido de lo sagrado y una mayor dispersión. No es la única causa, pero no se puede ignorar que la forma de orar condiciona profundamente la vida de la Iglesia.

 

Por eso, volver al Canon Romano sería un primer paso para recentrar la Misa en lo esencial: el sacrificio de Cristo, realmente presente en el altar. No se trata de nostalgia ni de arqueología litúrgica, sino de recuperar aquello que durante siglos ha sido columna vertebral.

 

San Gregorio Magno entendió que fijar el Canon no era un detalle disciplinar, sino un modo de asegurar la unidad de la fe en el tiempo. Hoy, recordándole, conviene preguntarnos si no ha llegado la hora de hacer lo mismo: volver al Canon Romano como la gran plegaria de la Iglesia, para reencontrar en él el corazón de nuestra fe.

 

AcaPrensa / InfoVaticana

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