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EL SANTUARIO DONDE POLONIA SE ARRODILLA AcaPrensa / Jeffrey Dirk Wilson / The Catholic Thing

Durante cientos de kilómetros, Polonia es una tierra plana. También lo es Częstochowa, aunque el monasterio que alberga el milagroso icono de la Virgen Negra se alza sobre una colina. La elección del lugar probablemente se debió a razones defensivas. Es el único monasterio que he visitado que tiene murallas.

 

Los cien monjes paulinos —llamados así por san Pablo el Ermitaño, hacia el año 345— que viven allí, junto con un amplio grupo de hermanas, atienden el lugar. Los monjes son responsables de las muchas Misas que se celebran cada día. Las hermanas se encargan de los museos y de los puestos de recuerdos turísticos. ¿Cómo resistirse a una hermana anciana que te mira directamente a los ojos y te sonríe dulcemente mientras pregunta: “¿Le gustaría comprar algo?”

 

Hay una iglesia grande, pero el icono —que es el centro de todo— está en una capilla más pequeña. Un polaco podría considerar una herejía decir que, tratándose de iconos, este no es especialmente notable. De hecho, se ve muy poco del icono en sí, solo los rostros y las manos de la Virgen y su Hijo. Se la llama la “Virgen Negra” por la oscuridad de la imagen. Hace siglos, antes de que se encendieran un millón de velas ante ella, el tono podría haber sido más claro.

 

La razón por la cual se ve tan poco del icono es que está revestido con ropajes elaborados, incluso espectaculares.

 

La guía oficial dice que hay dos relatos sobre el origen del icono: uno piadoso y otro según los historiadores del arte. La guía solo cuenta el primero. La tabla sobre la que está pintado el icono fue (supuestamente) tomada de la mesa que usaba la Sagrada Familia en su casa de Nazaret. San Lucas se hizo con ella, cortó algunas secciones y pintó retratos de la Madre y el Niño. Uno cuelga en Florencia; el otro es la Virgen Negra.

 

Santa Elena, madre del emperador Constantino (c. 246–330), que viajó a Tierra Santa —entonces bajo el dominio de su hijo, el emperador romano Constantino (c. 227–337)—, hizo llevar el icono a Constantinopla.

 

Mientras tanto, en el año 476, el Imperio romano cayó en Occidente, pero continuó en Oriente con Constantinopla como capital hasta 1453. Durante ese milenio, los emperadores sintieron poco más que desprecio hacia los gobernantes de Occidente, donde alguna vez habían reinado sus predecesores. Pero en ocasiones, las circunstancias obligaban a los emperadores a pedir ayuda a quienes despreciaban.

 

En uno de esos momentos, la Virgen Negra salió de Constantinopla. Pasando por diversas manos de gobernantes de Europa del Este, llegó a Częstochowa, donde permanece desde entonces.

 

Es casi seguro que san Lucas no pintó el icono. Los historiadores del arte sugieren que data al menos del siglo IX. En cualquier caso, la veneración de los fieles lo ha santificado durante mil años —y quizás unos siglos más.

 

Los polacos —al menos los que yo he conocido— pueden recitar su historia de los últimos mil años. Quizás menosprecien un poco a los lituanos, aunque durante varios siglos, polacos y lituanos formaron la Mancomunidad, a veces llamada con gran orgullo simplemente “la República”. Pero también las tierras polacas cambiaron de manos muchas veces a lo largo de los siglos.

 

Cualquiera que haya sido la importancia de Nuestra Señora de Częstochowa en la conciencia nacional polaca antes del desmembramiento por parte de Rusia, Prusia y Austria, la centralidad de su santuario para la identidad de Polonia aumentó año tras año desde la partición tripartita en 1795 hasta la hegemonía soviética.

 

El cardenal Karol Wojtyła (luego Papa Juan Pablo II) subrayó esa importancia mientras reflexionaba y planificaba la libertad moderna de Polonia.

 

Polonia es, en esencia, un país conservador y católico. Hay crucifijos en las estaciones de tren. En este santuario, el más sagrado del catolicismo polaco, la reverencia es profunda.

 

Hay una barandilla de bronce alrededor del borde de la capilla donde el icono cuelga sobre el altar. Las personas hacen fila detrás de la barandilla. Cuando llegan al área del altar, se arrodillan y luego caminan de rodillas detrás del altar. Solo se levantan una vez que salen de esa zona. Decenas de personas se arrodillan en el suelo ante el altar. Quizás doscientas más lo hacen en los bancos, y probablemente un número similar permanece de pie en los pasillos.

 

Haría falta un corazón muy duro para no conmoverse ante tal piedad.

 

Las Misas se celebran en polaco, pero una de las grandes virtudes de la Misa católica romana es que su forma básica es la misma en todo el mundo. Aun sin saber una palabra del idioma local, se puede seguir el orden litúrgico. Al mismo tiempo, no entender la lengua permite que la mente se eleve en oración. Así fue para mí.

 

En esta multitud, no había una fila ordenada para recibir la Comunión. Los que ya habían comulgado se desplazaban hacia el fondo, y los que no lo habían hecho avanzaban poco a poco. En este momento sagrado de recibir a Jesucristo en la Eucaristía, y bajo la atenta mirada de su Madre, el incienso se mezclaba con el olor a sudor rancio de los fieles, y subía hacia Dios como “un suave aroma en su presencia”.

 

Y luego, de repente, todo había terminado. La multitud se dispersó. Vi a una madre joven sentada en un rincón de la capilla, amamantando a su bebé. Un homenaje adecuado a la Madre de Dios.

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