En esta columna hemos abordado repetidamente el tema de la emergencia demográfica en Italia, destacando sus consecuencias inminentes para nuestra sociedad (incluso a nivel económico).
Desde el entusiasmo por las teorías neomaltusianas y el “decrecimiento feliz” (véase Serge Latouche 1940-) –alimentado por el miedo a la llamada “bomba demográfica” y, más recientemente, por las “ecoansiedades”– hasta la conciencia de que el verdadero peligro para la humanidad (también a nivel económico) es, en cambio, el descenso de la natalidad ha transcurrido aproximadamente un siglo.
Hoy volvemos al tema, recordando algunas noticias recientes que nos ayudan a entender el fenómeno desde diferentes perspectivas.
Comencemos con el contexto nacional. El pasado junio, el ministro Giorgetti, en la “Comisión Parlamentaria de Investigación sobre los efectos económicos y sociales de la transición demográfica en curso (?)”, declaró que ” la disminución de la natalidad, el envejecimiento de la población y la drástica despoblación de las regiones son problemas estructurales que Italia, como muchos otros países, debe abordar, con consecuencias a largo plazo para la estabilidad financiera, la deuda pública y el desarrollo económico”. Estas palabras son correctas, pero demasiado generales en comparación con la gravedad de los datos concretos. Según Il Sole 24 Ore, debido a la disminución de la natalidad, se prevé que el número de personas en edad laboral disminuya en aproximadamente en 5 millones para 2040.Los primeros impactos se verán en el sector escolar, ya que ya en septiembre de 2025 habrá 134.000 alumnos menos en las escuelas (pasando de 6,9 millones de alumnos este año, desde preescolar hasta bachillerato, a poco menos de 6,8 millones).
Como señaló el Banco de Italia en su informe anual de 2025, se prevé que la actual crisis demográfica provoque una contracción del PIB nacional del 11 % para 2040, equivalente al 8 % per cápita. Además, la disminución de la población joven implica una menor innovación para las empresas, así como una menor cantidad de clientes/consumidores en el mercado nacional.
El problema no se limita a Italia ni a Europa. China también sufre una fuerte caída de la natalidad.
Como informa CNN (un medio liberal), el estado que una vez impuso la política de hijo único y castigó los nacimientos por encima de ese umbral (con abortos forzados y sanciones económicas) ahora permite tres hijos por pareja y ruega a los jóvenes que los tengan, ofreciendo incentivos económicos modestos (3600 yuanes al año, unos 500 dólares por cada niño menor de tres años). Un cambio radical, pero destinado, según muchos, al fracaso: la política de hijo único ha dejado muchos traumas (los recibos de multas pagadas en las décadas de 1980 y 1990 circulan en redes sociales, y los jóvenes cuentan cómo tuvieron que vivir escondidos, separados de sus padres, para evitar tales sanciones). Además, las generaciones más jóvenes, que crecieron con la promesa de que el trabajo duro garantizaría un futuro mejor, ya no lo creen.
Las proyecciones son claras. Se espera que la población, que actualmente asciende a 1.400 millones, se reduzca a 1.300 millones para 2050 y luego se desplome a 633 millones para 2100. Habrá consecuencias económicas, incluso en estas latitudes: con las tasas de natalidad por debajo de los niveles de reemplazo, el PIB podría reducirse a menos de la mitad en los próximos 30 años.
Estas observaciones, llevadas a un nivel de análisis más general, dejan claro que el único peligro real para la humanidad (y para el bienestar económico) es el descenso de las tasas de natalidad. Como informó La Nuova Bussola Quotidiana, incluso economistas seculares y progresistas como Dean Spears y Michael Geruso (en su libro After the Spike: Population, Progress, and the Case for People) no han dudado en definir el descenso de las tasas de natalidad como el único riesgo real y verificable para la humanidad: la disminución de la fertilidad, el desplome de la población mundial y los descensos repentinos transforman las proyecciones a futuro en escenarios concretos.
Spears y Geruso enfatizan que, contrariamente a las predicciones neomaltusianas, que asocian la superpoblación con la hambruna y la crisis económica, los datos muestran lo contrario: el hambre ha disminuido, el bienestar ha aumentado y la innovación tecnológica se ha disparado. Reiteran que «los verdaderos recursos renovables son las personas»: sin mentes, las soluciones también desaparecerían.
Los autores desmontan la alarma ecologista sobre los riesgos de la superpoblación con tres ejemplos:
En China, entre 2013 y la década siguiente, frente a 50 millones de nuevos habitantes, el smog de partículas se redujo a la mitad;
En el Reino Unido, las emisiones de carbono per cápita se han reducido a la mitad desde el período de posguerra;
En la India, el crecimiento de la población ha coincidido con una mejora en la estatura media de los niños, señal de mejores condiciones de nutrición y salud.
Ante tales noticias surgen dos preguntas: ¿cuáles son las causas y cuáles las soluciones?
El descenso de la natalidad, contrariamente a cierta creencia popular, no tiene causas principalmente económicas: lo cierto es lo contrario: los países con una tasa de natalidad en descenso suelen ser los más ricos.
Las raíces de esta crisis deben buscarse en un denominador cultural común: la absolutización de la autodeterminación humana, manifestada a través de políticas públicas (como en China) o a través del adoctrinamiento filosófico de que “cada uno debería ser libre de hacer lo que quiera” (típico de Occidente).
Con la institución de la familia y, sobre todo, la sacralidad de la vida humana (que comienza en el vientre materno) socavada, el nacimiento ya no contribuye al cumplimiento del plan de Dios (Gn 9,7: «Y vosotros, sed fecundos y multiplicaos, multiplicaos en la tierra y dominadla»), sino que se convierte en un mero deseo individual que debe cumplirse siempre que coincida con el propio «plan de vida»: una perspectiva que justifica, según el caso, el aborto (cuando el hijo «llega» pero no está «planeado») o la maternidad subrogada (el hijo está «planeado» pero nunca llega). Parafraseando a san Josemaría Escrivá (en Amigos de Dios, n. 42), la libertad, si no se orienta hacia el Bien, resulta estéril (esta es precisamente la palabra adecuada), o produce frutos miserables.
Lo dicho es altamente incorrecto políticamente (¡somos conscientes de ello!), pues cuestiona la corriente educativa y cultural dominante desde la década de 1960 hasta la actualidad. Sin embargo, solo comprendiendo la profundidad de las causas de la actual crisis demográfica será posible identificar soluciones: los incentivos económicos a la natalidad son ciertamente útiles (e incluso necesarios por parte de un estado que priva a sus ciudadanos de aproximadamente el 60% de sus ingresos), pero no son una solución. En los países nórdicos, donde ciertamente no faltan los subsidios y servicios públicos, la tasa de fertilidad (es decir, el número de hijos por mujer) promedia alrededor de 1,7, inferior a la tasa de reemplazo (2,1).
Para un cambio radical, debemos reafirmar la vocación de la humanidad de contribuir a la realización de un Proyecto en el que la familia —entre hombre y mujer y abierta a la vida— sea central, contribuyendo al logro del bienestar individual y social. Esta perspectiva es incompatible con las políticas de absolutización apresurada de la autodeterminación en las esferas emocional y reproductiva que han ganado terreno gradualmente durante el último siglo, especialmente en Europa (pensemos en la sacralización de las relaciones homosexuales, hasta el derecho al aborto consagrado en la Constitución francesa).
Mientras las esferas emocional y reproductiva se releguen a un asunto puramente privado, sin reconocer sus profundas implicaciones sociales, será difícil imaginar a alguien que opte por reducir su autonomía existencial a cambio de un simple incentivo económico. Tales medidas solo funcionan donde ya existe un contexto social de apoyo y afirmación de la vida.
Finalmente, cabe recordar que el descenso de la natalidad no es un fenómeno que se detenga de la noche a la mañana. Es como una pelota lanzada por un plano inclinado: una vez que comienza el descenso, la velocidad aumenta y detenerlo se vuelve cada vez más difícil. Cada generación con menos hijos produce inevitablemente una generación aún más pequeña, con un efecto multiplicador que, si no se revierte a tiempo, conduce a un declive casi irreversible. El descenso actual de la natalidad no es solo un problema actual: es el germen de una crisis que será aún más profunda dentro de veinte o treinta años, cuando no haya suficientes jóvenes para reconstruir la pirámide demográfica.
AcaPrensa / 300 Denarios / Messainlatino.org
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