En el imponente Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, y como clausura solemne de la Escuela de Verano del ISSEP, Su Eminencia el Cardenal Gerhard Ludwig Müller pronunció el pasado domingo 20 de julio una conferencia magistral titulada «Orientaciones Cristianas para una Nueva Europa». En ella, el Prefecto emérito de la Congregación para la Doctrina de la Fe abordó con firmeza teológica y claridad filosófica la crisis espiritual, moral y cultural que atraviesa Europa, y propuso al cristianismo como única brújula fiable para su regeneración.
Ante un auditorio atento, Müller denunció el vaciamiento antropológico de las ideologías poshumanistas, la colonización nihilista del pensamiento europeo y el olvido del alma cristiana del continente. Lejos de limitarse a un lamento nostálgico, su intervención fue una llamada a recuperar el fundamento trascendente de la dignidad humana: la persona creada a imagen de Dios y redimida por Cristo. El Cardenal reivindicó la misión profética de la Iglesia en medio de una civilización fragmentada y advirtió que Europa, si quiere sobrevivir como civilización libre y humana, debe reconciliarse con sus raíces cristianas. Con la lucidez de quien ha contemplado el corazón del Evangelio, Müller recordó que sin Jesucristo —camino, verdad y vida— no habrá futuro verdadero para Europa.
Orientaciones Cristianas para una Nueva Europa
Por S.E.R., el cardenal Gerhard Ludwig Müller
- Europa y el cristianismo: inseparables, pero no idénticos
Europa, como continente, es simplemente un territorio habitado por 740 millones de ciudadanos. Europa, como idea (incluyendo su expansión en América y Australia, así como su influjo determinante en África y Asia), es una avanzada civilización mundial. Esta Civilización Occidental -que también se llama la Cristiandad y de la cual la Hispanidad es una de sus expresiones más brillantes- surgió del cristianismo y, en síntesis, del Logos griego y el pensamiento jurídico y organizativo romano, se ha consolidado como un hecho histórico universal.
La Europa cristiana es el proyecto histórico de la idea universal del hombre como una persona que ha sido creada según la imagen y semejanza de Dios. Immanuel Kant (1724-1804) ha traducido esta verdad revelada en una verdad de la razón generalmente accesible, una verdad de la antropología filosófica: “Actúa de modo que siempre trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, nunca solo como medio, sine siempre al mismo tiempo como fin.” (Fundamentación de la metafísica de las costumbres A 156; edición esp. AAIV, 429).
El ser humano individual como persona siempre tiene prioridad absoluta sobre cualquier ideología totalitaria y, como ciudadano, sobre el Estado. Un Estado democrático basado en el derecho y la justicia se legitima exclusivamente a través de su servicio al bien común y se diferencia del totalitarismo en que nunca se eleva a sí mismo como señor de la vida y la muerte ni pretende ser el árbitro de la conciencia espiritual y moral de sus habitantes.
Es cierto que ha habido un programa de descristianización radical de Europa en los últimos 300 años. Fue iniciado por los jacobinos franceses radicales y sustentado teóricamente por la crítica religiosa del siglo XIX, para materializarse luego en las ideologías totalitarias del siglo XX. Pero tal programa de descristianización no logró borrar las ideas cristianas que moldearon a Europa, sino solo secularizarlas.
He aquí las principales: la dignidad inviolable de cada individuo; la unidad fraternal de la raza humana; la primacía del individuo sobre la colectividad; la orientación de la historia hacia el futuro; y la libertad y la justicia como principios de cohesión social, a la libertad religiosa, la tolerancia, e humanismo.
Tras las catástrofes de las dos guerras mundiales y los genocidios perpetrados por las dictaduras ateas del nacionalsocialismo alemán y del comunismo soviético y chino, los padres fundadores de Europa (Konrad Adenauer, Alcide De Gasperi, Robert Schumann), basados en su conciencia moral de formación cristiana, crearon una nueva Europa. Su propósito era mantenerse fieles a sus grandes tradiciones y logros culturales e introducir los valores del humanismo cristiano en una sociedad mundial globalmente interconectada. Esta nueva Europa fue concebida como modelo para la coexistencia pacífica de las naciones.
- El cristianismo como relación personal con Dios en Jesucristo
Es imposible definir Europa sin el cristianismo. Pero, a la inversa, el cristianismo no está ligado a Europa en sus orígenes ni en su esencia, ni se limita a su territorio y cultura. Más bien, —¡así lo expresó el apóstol Pablo!— el cristianismo consiste en “mi Evangelio y el mensaje de Jesucristo que proclamo, conforme a la revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos eternos y manifestado ahora mediante las Escrituras proféticas, dado a conocer según disposición del Dios eterno para que todas las gentes llegaran a la obediencia de la fe.” (Rom 16, 25s).
Un cristiano no se define a sí mismo de forma pasiva y meramente receptiva en función de las tradiciones y costumbres convencionales a las que debe su identidad cultural. Por lo tanto, cabe preguntarse qué es el cristianismo en sí mismo, independientemente de Europa como continente y como alta cultura global, como un acto espiritual de fe personal «por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios» (Concilio Vaticano II, Dei Verbum 5).
Ha atraído considerable atención que el Papa León XIV, desde el inicio de su pontificado, haya situado a Jesucristo en el centro de su predicación. Pues la gente ya se había acostumbrado a que, tras la «muerte de Dios», que Friedrich Nietzsche («La Gaya Ciencia», 125) profetizó sombríamente como el destino de la humanidad, la Iglesia buscara justificar su derecho a existir en un mundo secularizado únicamente a través de los efectos humanitarios y civilizadores del cristianismo.
El Papa Benedicto XIV ya había enfatizado, contra esta auto-secularización de la Iglesia, que el cristianismo no es una idea o teoría de la tríada Dios-hombre-mundo en el sentido de la metafísica clásica y del idealismo alemán, es decir, un sistema filosófico de pensamiento. Ni es una empresa que, oponiéndose al marxismo, competiría con él para mejorar este mundo. Tampoco es una agenda para la perfección natural de la humanidad en el sentido del ideal kantiano de ser humano. Ni es, finalmente, la utopía de una sociedad sin luchas de clases y sin conflictos, capaz de establecer un paraíso sobre la tierra, paraíso gobernado por el consumo materialista bajo los auspicios del socialismo o del capitalismo.
El cristianismo es más bien una persona con la que tenemos una relación totalmente personal basada en la fe, la esperanza y el amor. «Persona, relación y comunión» son los conceptos fundamentales de la relación mediada por Cristo con Dios, Creador, redentor y perfeccionador de toda la creación y de cada ser humano. De aquí resulta la comprensión cierta de que ninguna realidad creada, ya sean las fuerzas de la naturaleza o de la política, logra superar al ser humano como fuente de significado y de finalidad a la que se refieren todas las acciones de Dios en el mundo. La centralidad del ser humano es el verdadero punto de discordia entre una Europa que se nutre de sus fuentes cristianas y una Europa que niega su identidad cristiana y, en consecuencia, debe abrirse a ideologías ateas, anti humanistas o poshumanistas. En esto consiste hoy la guerra cultural.
El gran poeta alemán Johann Wolfgang Goethe (1749-1832) ha sabido reconducir a su principio más hondo esa lucha intelectual sin tregua en torno a la verdad del ser humano: «El tema verdadero, único y más profundo de la historia mundial y humana, al que todos los demás están subordinados, sigue siendo el conflicto entre la incredulidad y la fe. Todas las épocas en las que reina la fe… son brillantes, inspiradoras y fructíferas para nuestros contemporáneos y la posteridad. Todas las épocas, en cambio, en las que la incredulidad… afirma una victoria exigua… se desvanecen ante la posteridad, porque a nadie le gusta atormentarse con el conocimiento de lo infructuoso». (Diván de Oriente y Occidente: Goethe-Werke II, Hamburgo, 9.ª ed., 1972, 208)
- La visión nihilista de la humanidad en las ideologías poscristianas
En oposición a la antropología cristiana, Sigmund Freud (Una Dificultad del Psicoanálisis, 1917) desarrolló la teoría de las tres humillaciones narcisistas de la humanidad mediante tres revoluciones: la de la cosmovisión cosmológica (Copérnico), la biológico-evolutiva (Darwin) y la de la psicología profunda del hombre (el mismo Freud). Y hasta el día de hoy, científicos, ingenieros sociales y filósofos siguen inventando nuevas maneras de humillar esa mirada que valora al ser humano como centro y fin de toda la creación.
La intención detrás de estas fantasías pseudocientíficas es siempre la misma: demostrar que la posición privilegiada de la humanidad en el cosmos es inválida, pues no se necesita a ningún Dios como hipótesis para la explicación física y bioquímica del origen del cosmos y de la evolución de la vida y, por lo tanto, no se necesita a un Dios Creador que realmente exista. En consecuencia, Dios solo existe en la mente de las personas como un ideal de la razón pura, como una proyección e ilusión de la imaginación (Feuerbach, Freud) o como un síntoma del “espejismo acerca de Dios” (The God delusion, según Dawkins y sus colegas, los nuevos ateos).
Esto, sin embargo, va de la mano con la «abolición de la humanidad», que Clive Staples Lewis (1898-1963) ya reconoció como una consecuencia paradójica de las ideologías de autocreación y autorredención del poshumanismo y el transhumanismo. Aquí, el ser humano debe finalmente abdicar como la corona y meta de la creación, porque se reconoce a sí mismo como un precursor obsoleto de un nuevo “ciber-mundo” donde los híbridos biotecnológicos han asumido el control y solo necesitan del hombre como material biológico.
Pero el “ciborg”, ese híbrido biomecánico, no es persona alguna con la que uno se pueda unir en el amor, sino simplemente un sistema de reglas controlado técnica y burocráticamente en el que uno debe insertarse como pequeño engranaje.
- La visión positiva de la humanidad desde la fe cristiana
En realidad, este nihilismo gnóstico que niega absolutamente al hombre reduciéndolo a un producto aleatorio de la materia no surge de las ciencias naturales y sociales modernas. No, este nihilismo surge de la pérdida de la creencia en la identidad de Dios y del Logos, a la que la humanidad corresponde como el ser que —en palabras de Aristóteles— posee Logos. Según Tomás de Aquino, el término “persona” denota lo más perfecto de toda la naturaleza, es decir, aquello que subsiste en una naturaleza racional (“subsistens in rationali natura”: S.th. I q. 29 a.3).
La meta del ser humano, creado por Dios y para Dios, solo puede ser la felicidad eterna en Dios. Su existencia física en el mundo material y su naturaleza social en la familia y la sociedad son sólo los medios para alcanzar la perfección en Dios. Y en virtud de su razón metafísica y moral, que indaga, más allá de los seres, en el ser y sus razones, el ser humano puede inferir el poder eterno y la divinidad de Dios en el espejo de la creación (Rom 1:19s.). La fe, en el sentido cristiano, es, por lo tanto, un acto racional y moral mediante el cual la persona humana se orienta voluntariamente hacia Dios, y no un mero baño en sentimientos religiosos y experiencias espirituales.
- Comprensión lineal y escatológica de la historia
La comprensión de Dios como origen y fin de toda la creación da lugar asimismo a la comprensión lineal de la historia en el judaísmo y el cristianismo (y, desde ellos, también en el islam). Donde Dios no es reconocido como Creador del mundo y Señor de la historia, sino identificado con la totalidad del cosmos o del ser, resultan conceptos cíclicos del tiempo, como los de una reencarnación mítica de las almas o como la despersonalización de ellas en el Nirvana.
Si queremos hablar de una humillación del orgullo humano, debemos mirar más allá de los efectos secundarios hasta llegar al pecado original como causa principal del desorden en la creación. El pecado de Adán está presente en nosotros como la tentación constante de «querer ser como Dios» (Gn 3:5). Esto significa que no queremos reconocer a Dios como nuestro Creador, quien nos creó por puro amor sin nada que ganar ni perder, y quien nos ha llamado a compartir su divinidad como hijos e hijas en Cristo, el Hijo consustancial con Dios, su Padre. La redención no significa que Dios se corrija a sí mismo, sino que nos da la oportunidad de conversión y renovación, es decir, de «liberarnos de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom 8:21).
El mal no surge de una trágica confluencia de circunstancias, ni de un mundo material ciegamente furioso, ni del destino al que un Dios malvado, en el sentido de la gnosis dualista, nos habría condenado sin piedad. El mal entró en el mundo por el libre albedrío, que se apartó de Dios. Y también puede ser superado por el libre albedrío hacia el bien si los seres humanos se confían a la gracia del Dios que perdona y renueva. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la libera y la exalta. Así pues, nuestra mayor dignidad reside en desarrollar todos nuestros talentos y cooperar con Dios para la salvación temporal de nuestros prójimos en la sociedad, el Estado, la ciencia y la cultura. Y más allá de eso, podemos incluso contribuir a la construcción del Reino de Dios trabajando por nuestra salvación eterna mediante la fe en el Dios de la verdad y del amor, la recepción de los sacramentos y una vida en seguimiento de Cristo.
- Razones para la esperanza más allá del pesimismo y del optimismo
Como cristianos, no podemos proclamar de modo pesimista nuestra destrucción por haber perdido culpablemente al Logos como origen, sentido y fin de todo ser. Ni podemos tampoco, con un optimismo ciego, confiar en que el destino, por pura casualidad, hará que todo nos salga bien en el último momento. Tampoco nos dejamos abrumar por la tecnología moderna, como si esta desatara las fuerzas incontrolables de la destrucción total haciendo que el mundo se destruya melodramáticamente tras el crepúsculo de los dioses, como en una ópera wagneriana.
Incluso la tecnología más moderna, de la cual la «inteligencia artificial» representa solo una parte y su etapa más avanzada, es técnicamente controlable por la razón instrumental humana. Pero tenemos aún más posibilidades de orientarla hacia el bien en virtud de la razón metafísica y moral, cualitativamente siempre superior, si la basamos en el criterio ético del bien y del mal. Desde los albores de la tecnología, la humanidad siempre se ha enfrentado a la misma disyuntiva moral: usar sus ingeniosos dispositivos como herramientas de construcción o como armas de destrucción.
Las guerras, persecuciones, esclavitud y genocidios que desafían toda razón no solo contradicen nuestra compasión innata y nuestro sentido de justicia. Traicionan aún más la lógica profunda de toda la creación. Pues en el principio, antes de toda creación, desde la eternidad, existía el Logos, la razón divina en la segunda persona de la Trinidad. Todo lo que existió fue a través del Logos, a quien reconocemos desde la Encarnación como Jesús, el Cristo, el Hijo eterno del Padre. En este Logos estaba la vida. Esta vida que viene del Logos y que se halla en la razón del Dios personal, es la «luz de los hombres» (Jn 1,4), es decir, es la razón por la cual reconocemos a Dios, al mundo y a nosotros mismos. Y en lo más profundo de la conciencia, donde cada uno está completamente solo e íntimo con Dios, nos juzgamos a nosotros mismos y nos presentamos ante Dios como nuestro juez misericordioso y, a la vez, insobornable.
Incluso si se admite que el mundo material, en la medida en que puede representarse con lógica matemática, es la expresión de un Logos impreso en él, aun así, a la luz del caos histórico, en el que el mal a menudo tiene la última palabra, uno podría dudar del poder del Logos respecto al origen y el destino de la humanidad. Sin duda, la historia, en sus causas y efectos, no es transparente ni calculable para la razón finita. Pues la historia es el tiempo-espacio del encuentro de las libertades, tanto en su cooperación responsable como en su oposición irresponsable. Sin embargo, estamos convencidos, en la fe, de que la razón divina guía finalmente la historia hacia el bien, y de que el amor se revela como el Logos de la libertad. Al final, el mal y la muerte no triunfan sobre la voluntad universal de Dios para la salvación.
- ¿Qué puede ofrecer la Iglesia a Europa hoy?
En este sentido, podemos sumarnos a la exhortación postsinodal del Papa Juan Pablo II, «Ecclesia in Europa», sobre el tema: «Jesucristo en su Iglesia. Fuente de esperanza para Europa» (28 de junio de 2003). Comienza programáticamente con una declaración sobre la «pérdida de la memoria y el patrimonio cristianos» (n.º 7). A pesar de los numerosos testimonios de la fe cristiana (San Maximiliano Kolbe y el pastor protestante Dietrich Bonhoeffer contra la dictadura nazi, o Santa Teresa de Calcuta y San Óscar Romero en la lucha por la dignidad humana de los pobres y marginados), se puede diagnosticar un creciente olvido de Dios e indiferencia religiosa en Europa. El respeto por la dignidad humana y la calidad de vida se ve contrarrestado por un temor difundido hacia el futuro (n.º 8), una «fragmentación generalizada de la existencia» y un «creciente debilitamiento de la solidaridad» (n.º 8). Si bien se observan claros indicios de una nueva y reconciliada forma de relacionarse en la familia europea de naciones, la pérdida de nuestro patrimonio común también da lugar a una antropología que busca explicar los orígenes y el futuro de la humanidad sin Dios. El relativismo metafísico y moral, un hedonismo cínico, una codicia escandalosa por el lucro conducen a una completa opacidad de la referencia normativa a Dios. Muchas personas, incluidos los cristianos bautizados, viven como si Dios no existiera.
Pero tras la mera unión económica y política de Europa, se abre el horizonte de una unidad cultural y ético-moral. Es la esperanza, que se encuentra concretamente en el Evangelio de Cristo, de que es posible una comunidad de naciones en paz y libertad.
La desorientación generalizada debe contrarrestarse con esa certeza fundamental que solo puede surgir del arraigo del ser humano en Jesucristo. Desde su fundación por Jesucristo, la Iglesia ha sido enviada al mundo para proclamar a los hombres la revelación definitiva en Jesucristo. La Iglesia no es una ONG dedicada a mejorar las condiciones materiales de vida, sino que ella «es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen Gentium 1).
Ante la pesadilla de una Tercera Guerra Mundial que hundiría a toda la humanidad en el abismo, los cristianos mantienen viva la esperanza de un mundo mejor, tanto aquí y ahora como en la vida futura.
Así, el cristianismo se convierte en el pilar de una Nueva Europa de paz, libertad y justicia social. La Iglesia puede hacer una importante contribución en este sentido, ya que ella misma siempre ha sido un «modelo» de unidad fraterna en la diversidad de expresiones culturales. Una moral centrada en el ser humano solo puede comunicarse de forma sostenible si las decisiones políticas y las políticas sociales siempre se refieren a un Absoluto trascendente que permanece más allá de la manipulación humana. Y concluyo con las palabras de los Padres Conciliares del Vaticano II en la “Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual”:
“En nuestros días, el género humano, admirado de sus propios descubrimientos y de su propio poder, se formula con frecuencia preguntas angustiosas sobre la evolución presente del mundo, sobre el puesto y la misión del hombre en el universo, sobre el sentido de sus esfuerzos individuales y colectivos, sobre el destino último de las cosas y de la humanidad. El Concilio, testigo y expositor de la fe de todo el Pueblo de Dios congregado por Cristo, no puede dar prueba mayor de solidaridad, respeto y amor a toda la familia humana que la de dialogar con ella acerca de todos estos problemas, aclarárselos a la luz del Evangelio y poner a disposición del género humano el poder salvador que la Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, ha recibido de su Fundador. Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien será el objeto central de las explicaciones que van a seguir. Al proclamar el Concilio la altísima vocación del hombre y la divina semilla que en éste se oculta, ofrece al género humano la sincera colaboración de la Iglesia para lograr la fraternidad universal que responda a esa vocación. No impulsa a la Iglesia ambición terrena alguna. Sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para salvarnos.











Leave a Reply