El New York Times publicó recientemente un artículo de opinión firmado por Jessica Grose titulado: “La maternidad debería venir con una advertencia”. Un comentarista conservador en X lo citó como un ejemplo más del sesgo anti maternidad de la izquierda.
No me sorprendería que Grose compartiera esa visión. Pero en este caso, no es del todo cierto. Sí, insinúa cierta inclinación progresista. Pero nuestra política está tan polarizada que ya nadie lee con atención (o tal vez confían en que tú no lo harás).
La doctrina social católica (DSC) es controvertida porque no encaja cómodamente en las categorías políticas de “derecha” e “izquierda”. El catolicismo ideologizado, desde uno u otro lado, selecciona a conveniencia aspectos de la DSC para alimentar una agenda política. El verdadero catolicismo deja que la fe moldee la política, no al revés.
Aunque pueda incomodar a quienes veneran el altar de Adam Smith, el artículo de Grose dice cosas que coinciden con la DSC. Como resumió una mujer su tesis: “Nuestra sociedad y los sistemas económicos están construidos sobre la base de dar por sentado mi trabajo como madre”. Eso es lo que se ha llamado la “penalización por maternidad”.
El dinero, por supuesto, no lo es todo —especialmente al tener y criar hijos—, pero tampoco es irrelevante.
En su encíclica más célebre, que inauguró la doctrina social moderna, el Papa León XIII hablaba en 1891 de un salario justo y vital, suficiente para que un hombre pudiera “mantener con holgura a sí mismo, a su mujer y a sus hijos… y, reduciendo gastos, ahorrar un poco para la vejez” (Rerum novarum, 46).
Se refería al salario de una sola persona (el padre, según la costumbre de su época) para sostener a toda la familia: alimentarla, vestirla, darle un techo y prever su futuro. No son aspiraciones radicales.
Cualquier observador honesto de la América actual debe admitir que la visión de León XIII está prácticamente ausente de nuestras políticas sociales y, más aún, de nuestras suposiciones básicas sobre la vida familiar. Para alcanzar hoy lo que él consideraba mínimo, se necesitan en realidad dos salarios por hogar.
Las consecuencias para las mujeres no son menores. En la práctica, significa que dedicarse a criar a los hijos está fuera del alcance para la mayoría de las madres, salvo casos privilegiados o quienes, a pesar del costo, se entregan de lleno a ello. Y como Grose señala, las consecuencias para las madres que se quedan en casa se extienden hasta la jubilación.
Algunos conservadores dirán que estas consecuencias responden a decisiones laborales femeninas. Muchas mujeres entran y salen del mercado laboral, o eligen trabajos a tiempo parcial para estar con sus hijos. Su perfil financiero, por tanto, es diferente al modelo clásico masculino.
Eso es cierto. Pero el problema está en reducir la noción de “trabajo” exclusivamente a la actividad económica remunerada fuera del hogar. El trabajo doméstico en la crianza se considera sin valor, simplemente porque no tiene precio en el mercado. Y en un mundo donde la hipoteca sí lo tiene, la paternidad y la maternidad se vuelven prescindibles.
Una mujer que dedica gran parte de su vida a sus hijos no sólo deja de generar ingresos. En realidad, paga por esa entrega. Es penalizada económicamente por ser madre.
No recibe salario en una sociedad cuyo modelo de precios da por sentado que hay dos sueldos por hogar. Sin ingresos, pierde años y aportes a la Seguridad Social, lo que significa pensiones más bajas y una mayor demora en cumplir los requisitos para jubilarse.
Si pudiera confiar en que sus hijos la cuidarán en la vejez —como solía ser— habría cierto equilibrio. Pero ni las expectativas culturales ni el mercado laboral de los jóvenes lo respaldan hoy.
Y si finalmente logra incorporarse al mundo laboral, probablemente lo haga tarde y con años de desventaja, lo que la relegará a empleos de bajo salario o de nivel inicial. Además, enfrentará discriminación por edad justo cuando el tiempo para recuperarse económicamente ya es corto.
La pregunta que plantea Grose coincide con la doctrina social católica: ¿cómo valoramos —económicamente— la maternidad? ¿Cómo cerramos la brecha entre nuestro discurso sobre la familia y las estructuras económicas que la socavan?
Las familias trabajadoras y de clase media enfrentan presiones económicas crecientes y penalizaciones al aspirar a bienes humanos básicos: vivienda, vida familiar segura, educación, jubilación digna. No se pueden tratar como simples beneficios potenciales del azar del mercado.
El catolicismo auténtico, no el ideológico, exige honestidad intelectual para admitir que defender la maternidad implica reconocer su impacto económico, y que la sociedad existe para servir al bien común.
Esa visión choca con la concepción ilustrada o post-ilustrada de la sociedad, que la reduce a un árbitro neutral de intereses privados. Pero cuando los intereses económicos se absolutizan, todo se convierte en conflicto de intereses, no en una búsqueda del bien común. Y tanto la sociedad como el sistema de bienestar dependen de que haya nuevas generaciones de trabajadores que los sostengan.
Dada la actitud común hoy —según la cual los hijos, contrariamente a la DSC y al sentido común, son una carga para la familia, la sociedad y el planeta—, los desincentivos para tener hijos han entrado en espiral descendente. Incluso en países donde el Estado ofrece subsidios generosos, los resultados son mínimos.
En resumen: necesitamos una revolución moral y económica en nuestra forma de pensar y vivir la maternidad, la paternidad y la familia. Mientras subsista la disonancia entre esa visión de la sociedad y la visión católica, me temo que una sociedad fóbica a la paternidad —por mucho que se lamente del descenso en matrimonios y nacimientos— seguirá perpetuándose.











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