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JUANA DE ARCO: CUANDO LA JERARQUÍA SE EQUIVOCA

La historia de Juana de Arco no solo es la de una santa y heroína nacional, sino también un espejo que refleja las sombras del poder mal ejercido dentro de la Iglesia. Su trágico destino recuerda la necesidad urgente de que quienes ocupan cargos eclesiásticos vivan en profunda comunión con Dios y actúen siempre con rectitud, justicia y caridad.

 

Una joven movida por Dios

 

Juana de Arco, una joven campesina nacida en 1412, afirmó recibir mensajes divinos para liberar a Francia del yugo inglés y llevar al delfín Carlos al trono. Sin armas ni educación militar, armada solo con su fe y obediencia a lo que creía la voluntad de Dios, condujo al ejército francés a victorias inesperadas.

 

Su misión, sin embargo, incomodó a muchos. Era mujer, sin formación teológica, sin vínculos con la nobleza ni la jerarquía eclesial. A pesar de luchar bajo la bandera de Dios, fue abandonada por quienes debían reconocer su santidad.

 

El juicio de una injusticia

 

Juana fue capturada en 1430 y entregada a los ingleses. El juicio que siguió, promovido por intereses políticos y avalado por miembros de la jerarquía eclesiástica, fue una parodia de justicia. Obispos y teólogos, como Pierre Cauchon, actuaron no como pastores, sino como instrumentos del poder secular.

 

La acusaron de herejía, de vestirse como hombre, de invocar voces celestiales. Pero en realidad la juzgaban por ser incómoda, por no someterse a las estructuras humanas del poder. Fue excomulgada, declarada hereje, y quemada viva. Y todo esto, con el respaldo de eclesiásticos que habían olvidado su llamado a ser imagen de Cristo.

 

¿Dónde estaban los santos?

 

La tragedia de Juana plantea una pregunta inquietante: ¿qué habría pasado si quienes la juzgaron hubieran sido verdaderos hombres de Dios? ¿Si hubieran discernido con oración, con humildad, con deseo de verdad? La excomunión de Juana fue menos un error doctrinal que un pecado de tibieza, de cobardía y de obediencia al mundo.

 

El juicio fue anulado años después, en 1456, por el papa Calixto III, reconociendo su inocencia. En 1920 fue canonizada, reconocida como santa por la misma Iglesia que la había condenado.

 

Lecciones para la Iglesia de hoy

 

El caso de Juana de Arco nos invita a orar por la santidad de nuestros pastores. No basta con la formación o el cargo: se necesita cercanía con Dios, vida de oración, humildad profunda y valentía profética. Cuando un sacerdote o un obispo actúa por intereses humanos, puede convertirse —aunque sin intención— en instrumento de injusticia, incluso dentro de la Iglesia.

 

Pero cuando están unidos a Dios, pueden reconocer la voz del Espíritu incluso en los humildes, como Juana, y proteger a los inocentes, aunque eso implique ir contracorriente.

 

Conclusión

 

Juana de Arco murió como hereje, pero fue reconocida como santa. Su historia no condena a la Iglesia, pero sí recuerda su fragilidad humana y la necesidad de constante conversión. Que nunca falten obispos santos, que escuchen la voz de Dios por encima de la del mundo. Porque la santidad del pastor puede cambiar el destino de los santos futuros.

AcaPrensa / Aurora Buendía / InfoVaticana

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