Lo han manipulado para decirle a la Iglesia cómo debe comportarse; qué debe creer y qué partes de su Magisterio debe aguar para contentarles a ellos. Para ser aceptada por el mundo. Para recibir su laica bendición. Para no incordiar. Para ser, en definitiva, irrelevante.
Me ha maravillado ver en estos pasados días a los equipos de opinión sincronizada deshacerse en loas por el Papa Francisco. Muchos de los aduladores no frecuentan las parroquias desde que hicieron su Primera Comunión, según ellos mismos reconocen, pero se empeñan en explicarle a la Iglesia cómo tiene que ser la Iglesia. A Francisco, estos lisonjeros pretenden utilizarlo como un ariete, como una palanca para remover esas cuestiones del catecismo y del Evangelio que no encajan con sus pasiones más primitivas y que son los ídolos ante los que se arrodillan y que no están dispuestos a sacrificar.
Por eso, el coro progre de plañideras se desgañita para proyectar la imagen de un Papa «abierto», «dialogante», que «ha abierto un nuevo camino», «social», de «una nueva etapa», que «ha dejado atrás el oscurantismo, la imposición, el dogmatismo». «No hay marcha atrás», ha sentenciado la embajadora ante la Santa Sede, Isabel Celaa. «Abrió muchas puertas y ventanas y ahora hay que ver si los que llegan no las cierran», ha auspiciado el reputado vaticanólogo Ricardo Darín. Por supuesto, no han leído a Francisco, ni han seguido su pontificado, y se limitan a quedarse con aquello que les interesa de él.
Francisco, para ellos, es un emblema, una insignia, una bandera. Lo han adulterado para adaptarlo a sus espurios intereses mundanos. Han exaltado, amplificado y proclamado todas sus virtudes, pero han tapado convenientemente sus defectos. Han trazado una caricatura de un Papa sin rastro de mancha, de errores. Porque su bandera, su estandarte, no puede contener imperfección alguna.
¿Se puede hacer el mal defendiendo el bien?
Lo han manipulado, en definitiva, para decirle ahora a la Iglesia cómo debe comportarse; qué debe creer y qué partes de su Magisterio debe aguar para contentarles a ellos. Para ser aceptada por el mundo. Para recibir su laica bendición. Para no predicar a Cristo. Para no incordiar. Para ser, en definitiva, irrelevante. Nada nuevo bajo el sol, como recoge el libro del Eclesiastés.
Francisco, para ellos, no era el Sucesor de Pedro. No era «el dulce Cristo en la tierra», como lo contemplaba santa Catalina de Siena. Tampoco era su Vicario. El que ata y desata. El que gobierna la Barca. El primus inter pares. Porque aquí lo importante no es la verdad objetiva y completa, sino el relato que se hace de ella. La caricatura grotesca que han reproducido de Francisco interesa mucho más que su retrato real.
Los cristianos que tratamos de vivir la fe, con nuestras muchas debilidades y flaquezas, sabemos que el Papa no es moneda de cambio; no es palanca para remover el Magisterio; no es un estandarte que se pone o se quita. Es el Sucesor de Pedro. Es el Sumo Pontífice. El representante de Dios en la Tierra. Este nuestro último Papa ha sido ambiguo ideológicamente; ha favorecido actitudes y personas desconcertantes y ha dado alas a doctrinas extrañas. Pero también ha ido a las periferias. Ha protagonizado gestos de gran sencillez. Ha insistido en la misericordia.
El que venga después contará con la aceptación, la obediencia y la oración de todos los fieles católicos, que no con su sumisión o su ceguera. Recemos, pues, por el nuevo Santo Padre, para que sea un Pastor según el corazón de Dios.
AcaPrensa / El Debate / Alex Navajas











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