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POR UNA HERMENÉUTICA DE LA VERDAD

El Concilio Ecuménico Vaticano II (1962-1965) representó un giro decisivo en la vida de la Iglesia católica, abriendo una temporada interpretativa en la que se afirmaron dos lecturas predominantes: la hermenéutica de la continuidad, propuesta por Benedicto XVI (Papa de 2005 a 2013), y la hermenéutica del acontecimiento, teorizada por la escuela teológica boloñesa. Ambas, sin embargo, son parciales, ya que se basan en un modelo epistemológico insuficiente para captar la naturaleza íntima de la verdad y su relación con la historia, la Tradición y el Magisterio.

 

Es necesario, pues, proponer una tercera vía: una hermenéutica participativa de la verdad, fundada en una visión ontológica y metafísica de la inteligencia creyente, en la línea del pensamiento de Santo Tomás de Aquino, Cornelio Fabro y Mons. Antonio Livi.

 

La hermenéutica de la continuidad presupone que el Concilio fue un desarrollo orgánico del Magisterio, sin rupturas ni discontinuidades doctrinales. En esta perspectiva, la verdad revelada permanece idéntica e inmutable, mientras que sus afirmaciones históricas se actualizan en consecuencia, para expresar mejor el mismo contenido. Esta lectura es tranquilizadora y teológicamente bien intencionada. Sin embargo, se corre el riesgo de adoptar una lógica demasiado jurídico-formal: la continuidad se establece más extrínsecamente que intrínsecamente, a menudo sobre la base de la propia autoridad magisterial, sin una verificación adecuada de la coherencia sustancial.

 

Al hacerlo, terminamos vaciando la Tradición de su dinamismo interno, reduciéndola a un “contenedor de verdades” que sólo necesitan ser propuestas nuevamente en términos más accesibles, pero sin cuestionar el grado real de continuidad especulativa entre afirmaciones pasadas y formulaciones posteriores. La hermenéutica de la continuidad, en último término, no explica cómo la verdad arraiga en la inteligencia creyente y cómo se da históricamente en la Iglesia de modo conforme a su esencia ontológica.

 

Por otra parte, la hermenéutica del acontecimiento interpreta el Concilio como un punto de inflexión en la historia de la Iglesia, como un nuevo comienzo, casi una “refundación” de la conciencia eclesial. La verdad, desde esta perspectiva, ya no es un hecho trascendente y normativo, sino una realidad que emerge en el diálogo con el mundo, en la práctica y en la experiencia histórica. La tradición se vuelve así fluida, abierta a la interpretación comunitaria y al discernimiento temporal.

 

Ahora bien, esta visión choca con una concepción relativista de la verdad: si cada acontecimiento eclesial puede restablecer el sentido de la creencia, la verdad misma queda expuesta a una historicidad radical, como denunció Romano Amerio en su “Iota Unum”. De este modo, la verdad revelada corre el riesgo de disolverse en una pastoral en constante actualización, en la que la identidad eclesial se negocia y renegocia continuamente.

 

Ambas hermenéuticas, aunque de manera diferente, se mueven dentro de un paradigma moderno: por una parte, la verdad como abstracción que se conserva formalmente (continuidad), por otra como producto histórico de la experiencia eclesial (acontecimiento). Sin embargo, la verdad cristiana, como enseñó san Pío X (pontífice de 1903 a 1914) en la encíclica “Pascendi dominici gregis” de 1907 y como reiteró Fabro, no es una idea fija ni una narración histórica: es una realidad objetiva, eterna, personal, comunicada a la razón y compartida en la fe.

 

Es el Ser mismo, que se revela en el tiempo sin pertenecer jamás al tiempo y que la Iglesia tutela no como mera función institucional, sino como participación en la inteligencia divina.

 

Proponemos pues una hermenéutica participativa de la verdad que supere la alternativa artificial entre continuidad y discontinuidad. Desde esta perspectiva, la verdad no es algo que se conserva o se construye, sino algo en lo que se participa. La tradición es la forma histórica de esta participación, no un pasado que repetir ni un futuro que reinventar, sino un principio vivo que se actualiza en la inteligencia de la fe, a través del desarrollo orgánico y guiado por el Espíritu de la “ratio fidei”.

 

Como dijo y enseñó Mons. Antonio Livi, el “sensus fidei” no es una opinión eclesiástica, sino la inteligencia de la verdad revelada que tiene sus raíces en la metafísica realista y en el principio de no contradicción, contra cualquier forma de modernismo teórico o pastoral. Esta hermenéutica participativa exige una purificación del lenguaje conciliar allí donde sea ambiguo o esté abierto a interpretaciones contradictorias.

 

No se trata de negar el Concilio ni de absolutizarlo, sino de reconocer sus límites históricos, evaluando a la luz del principio de verdad lo que es conforme a la Tradición y lo que necesita aclaración. Sólo así podremos evitar la equívoca comprensión de una pastoral sin doctrina y de una doctrina sin vida, reintegrando la unidad de la verdad en su plena dimensión ontológica, histórica y personal.

AcaPrensa / Daniele Trabucco / Sabino Paciola

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