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FRANCISCO SE HA IDO DEMASIADO RÁPIDO, Y EL COLEGIO CARDENALICIO FLOTA SIN RUMBO

Roma vive estos días un clima de irrealidad. La sensación que transmite la ciudad eterna, en pleno pre-cónclave, es una mezcla de desconcierto, discreción y silencio.

 

Francisco ha desaparecido con una velocidad que nadie esperaba —ni siquiera los suyos—, y los sectores más afines a su pontificado parecen haberse disuelto sin capacidad de reacción. No hay reuniones, no hay estrategia, no hay consigna. El pontificado ha terminado y el «francisquismo», si alguna vez existió como cuerpo sólido, ha implosionado.

 

El colegio cardenalicio, por su parte, se presenta como un cuerpo sorprendentemente plano, horizontal. No hay un liderazgo evidente, nadie marca el ritmo, nadie levanta la voz. Pero, como en los viejos cónclaves medievales, lo que ocurre en la superficie apenas deja entrever los movimientos reales. Y lo que se detecta estos días es que muchos cardenales más jóvenes están mirando a los eméritos. Sí, esos que fueron relegados, marginados o simplemente jubilados por el régimen anterior, y que ahora caminan por las calles de Roma como si fueran los verdaderos depositarios de una tradición que resurge.

 

Entre estos «kingmakers» eméritos destacan nombres como O’Malley, Ruini, Piacenza, Bagnasco, Cipriani, Antonelli, y Onaiyekan. Están ahí, hablando con todos, escuchando más que hablando, y generando un tipo de consenso que no se basa en la ideología, sino en la memoria. No se busca un nuevo Papa con programa, sino con consistencia.

 

La autoridad de los mayores molesta a algunos que querrían poder manejar las conversaciones, y tratan de desprestigiarles, sin éxito. Ayer le tocó al emérito de Lima, Cipriani, que fue objeto de una burda campaña para intentar cuestionar su presencia en las congregaciones generales, utilizando una denuncia anónima y de nula credibilidad para remover el avispero. El padre Inca, secretario del Episcopado peruano, zanjó rápidamente el debate: «Tiene mucho que aportar en el precónclave».

 

Un momento clave de estos días ha sido la homilía del cardenal Re en la Plaza de San Pedro durante el funeral. Su intervención no solo marcó una presencia contundente de los cardenales mayores, sino que también tuvo un efecto muy positivo entre los más jóvenes. La predicación de Re fue un claro ejemplo de cómo los cardenales mayores, con su experiencia y sabiduría, logran infundir una calma que se ha vuelto muy apreciada en estos momentos de incertidumbre. Fue un gesto de unidad y de control que contrastó con la sensación de desorientación que aún persiste.

 

Del día de ayer nos llegan además detalles sabrosos desde la congregación general de cardenales. Las intervenciones del cardenal Willem Eijk y del cardenal Robert Sarah fueron muy aplaudidas. El primero, con su claridad doctrinal y diagnóstico certero de la situación eclesial en Europa; el segundo, con una voz que, como siempre, combina fuerza espiritual con una elegancia verbal que no necesita gritar para convencer. Sorprende, además, el buen tono que impera entre los cardenales. Hay cortesía, hay escucha, y —pese a las heridas abiertas de los últimos años— hay deseo de unidad.

 

En el ambiente se percibe una paz que, aunque frágil, parece haber reemplazado la intriga y la conspiración que marcaron las semanas previas. El cónclave aún no ha comenzado, pero Roma ya huele a elección. Y mientras tanto, los pasillos del Vaticano repiten en voz baja una idea que se impone por pura evidencia: el Papa se ha ido, y los suyos no estaban preparados.

AcaPrensa / Jaime Gurpegui / InfoVaticana

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