Tú eres Pedro
Ustedes tal vez conozcan esta historia, pero vale la pena recordarla. El 27 de octubre de 1984, el cardenal filipino Jaime Sin participó en una cena de gala en Shanghai, en la que estaba presente un famoso preso de conciencia, el obispo Kung [Ignatius Gong Pin-Mei], que había estado encarcelado durante 29 años, privado de los sacramentos o de cualquier contacto con el mundo exterior.
El crimen de Mons. Kung había sido permanecer en comunión con el Papa y negarse a formar parte de la iglesia oficial china. El obispo, que estaba bajo arresto, había sido invitado a la cena gracias a las presiones internacionales, pero le sentaron a la otra punta de la mesa para que no pudiera hablar con el cardenal Sin.
En algún momento de la cena, el cardenal Sin propuso, astutamente, una antigua costumbre filipina: cada invitado tenía que cantar una canción. Cuando le llegó el turno al obispo Kung, este empezó a entonar un canto gregoriano:
“Tu es Petrus et super hanc petram aedificabo Ecclesiam meam” (Las palabras de Cristo al primer Papa: “Tú eres Pedro y sobre esta roca edificaré mi Iglesia”). Algunos oficiales comunistas se dieron cuenta e intentaron acallar a mons. Kung, que siguió cantando: “…et portae inferi non praevalebunt” (“y el poder del infierno no la derrotará”). El obispo había conseguido transmitir su mensaje.
Mons. Kung fue sólo uno de los innumerables testigos en China de la supremacía papal. Algunos han contado sus historias, como Margaret Chu, que recuerda su secuestro y la orden que le dieron de romper su alianza con Roma. Chu meditó sobre la misma frase (“Tú eres Pedro…”) y decidió que rechazar el papado “era igual que abandonar a Cristo”.
Muchos otros católicos vivieron y murieron siendo desconocidos para el resto de nosotros, torturados hasta la muerte en la cárcel, enterrados vivos por los Guardias Rojos, obligados a marchar hasta exhalar su último aliento.
Su testimonio es especialmente luminoso en estos momentos en que el Santo Padre es el centro de una controversia. El testimonio de Mons. Carlo María Viganò, que afirma que el Papa Francisco nombró conscientemente como consejero a un acosador sexual, ha conmocionado al mundo y a la Iglesia.
La respuesta de Francisco ha dejado perplejos a muchos observadores: primero declinó comentar las acusaciones; después pronunció una serie de homilías sobre los temas del silencio (que asoció a la madurez y la santidad) y de la acusación (que asoció con el demonio).
Todo esto ha causado horror entre sus admiradores. Simcha Fisher, una talentosa escritora que ha defendido sistemáticamente al Santo Padre, se ha quedado lo suficientemente consternada como para escribir que Francisco “suena como un abusador”.
El sitio web Church Militant, tremendamente tradicionalista, tras mantener una política de no criticar al Pontífice bajo ninguna circunstancia, ha cambiado de repente de ruta y ha pedido la dimisión de Francisco.
Nadie ha alabado este pontificado de manera más elocuente que Matthew Walther, de The Week; ahora escribe que “Francisco ha demostrado ser un partidario del clericalismo de la vieja escuela, que menosprecia a los fieles”.
Las encuestas realizadas en los Estados Unidos sugieren una caída abismal en los “índices de aprobación” del Papa. Mientras tanto, los apologistas protestantes están sacando provecho de la crisis, y yo oigo historias de católicos que tienen problemas con su fe y de no católicos que tienen otra razón más para dudar.
Hay dos razones por las que no estoy tan conmocionado como otras personas. La primera, porque todavía hay margen para dudar del arzobispo Viganò: si ha difamado al Papa, entonces tiene que ser un mentiroso empedernido, lo cual no es imposible. Segunda razón: porque, siendo honesto, la confusión doctrinal de este pontificado ha supuesto un reto importante para mí.
En ambos casos, hay una respuesta perfectamente lógica al desafío. El papado no depende de las cualidades de los hombres que ocupan la cátedra de Pedro: la enseñanza de la Iglesia establece límites definidos a la autoridad del Papa, y permite la posibilidad de que cometa errores colosales.
Si las acusaciones fundamentales de Viganò son verdad, esto no implica que sean una refutación del catolicismo; no más de lo que fue la lujuria y la corrupción de Alejandro VI. Si el caos doctrinal es tan tremendo como parece, no desmiente la fe, como tampoco lo hizo la lucha que llevó a cabo Juan XII para imponer su enseñanza falsa a los teólogos; o el III Concilio de Constantinopla cuando condenó al Papa Honorio como hereje.
Todo esto es totalmente verdadero y lógico. Pero quienes tienen dificultad en estos momentos para ir a misa, quienes se quedan en el umbral de la Iglesia y se preguntan si no habrán sido embaucados, tal vez necesiten mucho más que lógica.
Necesitan figuras como el obispo Kung, que demostró que vale la pena renunciar a todo con tal de permanecer en comunión con la Santa Sede. En 1955, justo antes de ser encarcelado, Mons. Kung fue arrastrado ante una multitud de miles de personas para que confesara sus crímenes. Confesó algo muy distinto: “¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el Papa!”.
De 1955 a 1984, hubo cinco papas, pero la lealtad de Mons. Kung, como la de Tomás Moro y John Fisher, no dependía de quien ocupaba la cátedra de Pedro. Si no es imprudente sugerirlo, tal vez la divina providencia ha elevado a tantos mártires chinos, defensores de la supremacía papal, para que puedan ayudar a los católicos a superar la crisis del papado.
Leí el informe con las acusaciones del arzobispo Viganò sentado en una tienda en la campiña inglesa. Pensaba que había escapado del círculo informativo, pero encendí mi móvil para informarme sobre la previsión del tiempo y vi que tenía un montón de emails relacionados con un hecho importante.
Mientras digería la noticia, algunos campistas rezaban Laudes fuera de su tienda. Uno de ellos estaba rezando el Evangelio del día con su dulce acento del norte:
Entonces Jesús dijo a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Simón Pedro le contestó: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 67-68).
Muchos católicos que sienten la tentación de alejarse de la fe no tienen mejor respuesta que esta: “¿A quién vamos a acudir?”. A pesar de cualquier otra cosa que pueda ser, Pedro es Pedro. Y nada puede prevalecer sobre la Iglesia, ni siquiera los errores de un papa.
Publicado por Dan Hitchens en First Things; traducido por Elena Faccia Serrano para InfoVaticana.
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