Shanghái, el infierno de quien quiere el paraíso en la tierra
InfoVaticana
Cuando vemos a hombres encerrados a cal y canto en sus propias casas, a menudo sin ni siquiera lo necesario para sobrevivir; cuando vemos a perros robot “soltados” para mantener este orden inhumano por la “razón” de que hay que erradicar un virus, significa que hay hombres que se creen omnipotentes y quieren generar una nueva creación.
Lo que está ocurriendo en Shanghái (ver aquí) sobrepasa los límites de la inhumanidad, aunque no parezca interesar mucho a nuestros burócratas. En parte porque han sido entrenados para señalar al único enemigo del universo, que parece gobernar Rusia; en parte porque, después de todo, dos años de gestión de COVID han convertido en la normalidad el que se pisotee la libertad de las personas, basándose en proyecciones, suposiciones, algoritmos y dogmas de diversa índole.
Se ha señalado con acierto (ver aquí) que la “política” china en Shanghái se basa en la ideología del “COVID 0”, pariente cercano del famoso “riesgo 0” de matriz italiana, en virtud del cual ha ocurrido todo (hablamos de ello al principio de la pandemia, aquí), incluida la congelación de las misas y la cancelación de la vida sacramental. Sin embargo, la verdadera comprensión del “fenómeno de Shanghái” no es ni cultural ni política, sino teológica. Más que ideológico, lo que ocurre en China tiene un rasgo utópico, que revela lo que realmente ocurre en el “país de en medio”.
No hay nada que hacer al respecto: la humanidad sigue siendo nostálgica del Paraíso terrenal, perdido para siempre. No quieren aceptar que los querubines con la espada de fuego impiden el acceso; no quieren admitir que esta prohibición, tras el pecado original, sea buena para el hombre; no quieren dirigir su vida en este valle de lágrimas hacia la verdadera y única Patria, el Cielo. Instigado por el diablo, el hombre se siente agraviado por Dios y siente el deber de emanciparse de Él y construir un nuevo paraíso terrenal, imitando el arquetipo, como una llamada a la libertad.
El problema es que el hombre se olvida de que no es Dios. Pero ¿qué implica realmente este olvido? No se trata solo de la inevitable imperfección de la obra humana, que la gente sigue negando, sino del hecho de que cuando el hombre juega a ser Dios, la libertad humana acaba inevitablemente aplastada. No es una cuestión moral, sino metafísica.
“La Divina Providencia mueve todas las cosas según su naturaleza, de modo que por la moción divina, los efectos necesarios derivan de las causas necesarias y los efectos contingentes de las causas contingentes. Por consiguiente, al ser la voluntad un principio activo que no está determinado en un solo sentido, sino que es indiferente a varias alternativas, Dios la mueve de tal manera que no está necesariamente determinada a una sola cosa, sino que mantiene su movimiento contingente e innecesario” (Suma teológica, I-II, q. 10, a. 4).
En este párrafo tan fundamental, santo Tomás de Aquino nos dice en esencia que Dios no solo no compite con la libertad del hombre, sino que la fundamenta y protege. Porque Dios es la causa de ese tipo de causalidad propia de la voluntad humana, que lo hace causa sui, no en el sentido de independencia ontológica, sino en el sentido de ser verdaderamente el principio de sus propios actos. Más precisamente: la dependencia ontológica del hombre con respecto a Dios es la raíz de su ser causa sui, es decir, del hecho de que la voluntad es verdaderamente la causa en su propia esfera.
En un lenguaje menos metafísico y más existencial, Kierkegaard afirmó la misma gran verdad: “Lo más alto que se puede hacer por un ser, mucho más alto que cualquier cosa que un hombre pueda hacer por él, es hacerlo libre. Para poder hacerlo, es necesaria precisamente la omnipotencia”. La verdadera omnipotencia, la omnipotencia divina, no los delirios del Übermensch. A los modernos, “esto nos parece extraño, porque la omnipotencia debería hacernos dependientes”.
Precisamente por nuestra experiencia con quienes se creen “omnipotentes”, sabemos que, tarde o temprano, la libertad de los demás se verá mermada o aplastada. Por otra parte, explica Kierkegaard, “si se quiere concebir realmente la omnipotencia, se verá que esta implica precisamente la determinación de poder retrotraerse a la manifestación de la omnipotencia, de modo que precisamente por ello lo creado puede, por medio de la omnipotencia, ser independiente. Por esta razón, un hombre nunca puede hacer a otro completamente libre […] Solo la omnipotencia puede retraerse a sí misma mientras se da, y esta relación constituye precisamente la independencia del que recibe” (Diario, vol. I, núm. 1017).
Volvamos al principio. Cuando vemos a los hombres encerrados en sus casas, a menudo sin ni siquiera lo necesario para sobrevivir; cuando vemos a perros robot “soltados” para mantener este orden inhumano; cuando vemos a hombres desesperados saltando desde el piso veinte de un rascacielos; cuando vemos todo esto por la “razón” de que hay que erradicar un virus, solo significa una cosa: que hay hombres que se creen todopoderosos, pero por supuesto no lo son. Hombres que se creen Dios y quieren llevar a cabo una nueva creación. Evidentemente son incapaces de hacerlo, pero apelan a la nostalgia del Paraíso Terrenal que existe en todo hombre, haciéndole creer que puede reconstruirlo. Un mundo sin enfermedad, sin muerte, sin desigualdad; sin las consecuencias del pecado, pero fundado en el pecado radical de querer ser como Dios sin Dios.
Este mundo utópico no es la creación de la Omnipotencia, sino el delirio de omnipotencia. Y por esta razón en él no puede haber libertad. Desde este punto de vista, Shanghái no está lejos de nuestra Italia. Llevamos años conviviendo con esta locura y desde 2020 empezamos a ver a dónde nos lleva. Hemos visto, en nombre del utópico y paradisíaco riesgo cero, a personas desesperadas y asustadas encerradas en casa, a adolescentes obligados a dejar de tener relaciones con sus compañeros, a ancianos recluidos en residencias de ancianos “por su propio bien”. Hemos visto la imposición de mascarillas a los niños, la imposición, bajo chantaje de vacunas que son cualquier cosa menos seguras; hemos visto familias privadas de su sustento, discriminaciones de todo tipo para quienes no tienen el pasaporte COVID. Todo por nuestra propia seguridad, por supuesto: y les hemos creído, incluso les hemos dado las gracias por cuidarnos. Ahora estamos más sanos, más seguros… y cada vez más desesperados. Porque la depresión, la enfermedad y la muerte aumentan en todas partes.
Cada vez más personas se dan cuenta de que tenemos que recuperar nuestra libertad antes de que acabemos como Shanghái. Esto es cierto. Pero esto no será posible a menos que primero “recuperemos” a Dios, a menos que volvamos a adorar a Dios, dejemos de adorar a los ídolos de la ciencia, la tecnología, el progreso. Si no volvemos a obedecer a Dios y dejamos de obedecer las leyes que son contrarias al orden querido por Dios. Si no volvemos a fundar nuestra libertad en Él, que, para tranquilidad de todos, es el único Bien y el único Todopoderoso.
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