Dos obispos pagaron para encubrir a McCarrick
Todos los jerarcas de la iglesia americana dicen, con nula verosimilitud, no haber sospechado nada de las andanzas del ex Cardenal McCarrick. Pero dos obispos, Myers, de Newark, y Bootkoski, de Metuchen, hicieron pagos para resolver acusaciones contra McCarrick. Ellos son el hilo de esta trama.
De acuerdo, no sabían nada, ni una palabra, ni el menor indicio. Ni Wuerl, que le sucedió al frente de la diócesis de Washington, ni Farrell, que vivió con él seis años en el mismo apartamento, ni Joseph Tobin que, como Farrell, debe a McCarrick el cardenalato, ni nadie: nadie en medio siglo, nadie importante y de peso en la Iglesia americana, había oído nada de las aventuras sexuales del Arzobispo Emérito de Washington, a pesar de que fueron numerosas, reiteradas y solo relativamente discretas.
No, no es que nos lo creamos: no tenemos por qué. Pero hemos de admitir que, por ahora, tienen el privilegio procesal de negarlo todo, por poco verosímil que resulte. Mientras no surjan nuevos testimonios o pruebas nuevas -algo en absoluto descartable-, los obispos norteamericanos pueden, “escandalizarse” de lo que tantos sabían que pasaba.
Pero no, no todos. Ni John Myers, arzobispo de Newark, ni Paul Bootkoski, obispo de Metuchen, pueden alegar que desconocían que el respetado e influyente Cardenal McCarrick era un depredador homosexual. Y eso sencillamente porque primero Myers, en 2005, y luego Bootski, en 2007, pagaron con el dinero de sus respectivas diócesis cantidades no reveladas en acuerdos extrajudiciales para responder a acusaciones contra McCarrick de jóvenes que dijeron haber sufrido abusos por parte del ya entonces poderoso Arzobispo de Washington.
Hay, pues, a quién dirigir las preguntas que toda la Iglesia quiere hacer en este asunto. ¿Por qué no informaron de que McCarrick era un depredador homosexual? ¿Por qué permitieron que siguiera acumulando cargos y honores y, sobre todo, que se mantuviera cerca de seminaristas vulnerables? ¿Pagaron las cantidades que fueran por iniciativa propia, o por ‘recomendación’ de otros? ¿A quién informaron?
Myers y Bootkoski son nuestra única esperanza de iluminar este terrible asunto, incluso de llevar a cabo la purga que necesita la Iglesia y merecen los fieles. No debería ser difícil lograr que hablaran, porque las probabilidades de que actuaran por iniciativa propia y sin comunicarlo a ninguno de sus colegas, por no hablar del afectado, son muy reducidas, y las penas canónicas -y quizá civiles, ciertamente morales- que les correspondería por haber actuado en solitario y no haber alertado a nadie de la situación serían -son- potencialmente graves.
¿Por qué no hablan? ¿Por qué sus hermanos en el episcopado, esos mismos que se muestran tan escandalizados e indignados, tan sorprendidos por una conducta que supuestamente no podían imaginar, no exigen públicamente que Myers y Bootkoski cuenten todo lo que sabían de McCarrick?
¿Por qué no se ha montado ya, desde la Conferencia Episcopal de Estados Unidos o desde el mismo Vaticano, una comisión extraordinaria de investigación que llame a declarar a Myers y Bootkoski?
Solo hay una respuesta posible, y es bastante deprimente: porque no hay ningún interés en que se conozca la verdad. Porque todos, o casi todos, sabían, y todos, o casi todos, tenían un interés en taparlo. ¿Cuál era el problema, un seminarista abusado, que probablemente perdería la fe? ¿Y qué es eso en comparación con la importancia que tenía McCarrik en la Iglesia americana?
Si Farrell fuera sincero en su sorprendida indignación, sería el primero en pedir esa comisión, si no como amigo de McCarrick bajo sospecha, al menos como el encargado por el Papa para velar por los laicos de la Iglesia universal. Pero si Farrell hubiera sido sincero, no hubiera dicho que no sospechaba nada de la homosexualidad de McCarrick.
Si Tobin fuera sincero, si lo fuera Wuerl, estarían apuntando a Myers y Bootkoski, apremiándoles, interrogándoles fraternalmente.
Si O’Malley, con sus tres directrices, sintiera la vergüenza y la indignación que dice sentir, hubiera alertado sobre McCarrick cuando a su comisión para la protección de menores víctimas de abusos sexuales llegó una queja sobre el poderoso cardenal.
Por eso podemos estar seguros de que tampoco esta vez se hará otra cosa que esconder el problema debajo de la alfombra, pronunciar condenas retóricas que no comprometan a nada, aprobar algún que otro protocolo que lo deje todo más o menos como está y a esperar a que pase la tormenta con caras largas.